Miedos, amores, amigos, rencores, heridas, caricias, espejos, charlas, misterios, matices, mates, cigarrillos, fresias, chocolates, cuerdas flojas, histeria, mil lágrimas, sonrisas, esperas, teléfonos, arrepentimientos, gritos, fiesta, daiquiris, suspiros, sorpresas, mails, espacio, incertidumbre, límites, angustia, placer, egoísmo, soberbia, impotencia, Benedetti, salidas, experiencias, éxitos, fracasos, Cortázar, Galeano, música, melodías, cerveza, café, castigos, libertad, soledad, reconocimientos, lunas y soles, los domingos de siempre, mentiras, sueños, finales, pesadillas, cambios, Arlt, despertadores, consejos, traiciones, carcajadas, desilusiones, esperanzas, caminos, opuestos, miradas, Cien años de soledad, costumbre, tormentas, abrazos, dolores, nacimientos, rupturas, abismos, puertas, candados, almuerzos, proyectos, viajes, silencios, mensajes, olvidos, carencias, paciencia, calma, sombras, peleas, manos, esfuerzo, todo y nada. Más y menos. Menos de lo mismo.

viernes, 18 de marzo de 2016

Luz

De todas, la que más le gustaba era Luz. Tal vez por esa mirada aniñada o por ese lunar (que en realidad era una verruga, pero a él no le gustaban las verrugas) justo debajo de la boca, pero más al costado derecho, casi rozando la pera. Sexi. Ese lunar (verruga) era sexi.

La descubrió un mes después de que ella llegara. Le llamó la atención esa voz de locutora (bueno, era bastante ronca) que se plantaba sobre todas las demás y las hacía enmudecer. Y nunca más dejó de mirarla. Porque no sabía cómo hacerlo. Luz se paraba en el centro del aula y... alumbraba. Levantaba su puño hacia al techo cada vez que concluía un discurso. Y lo hacía con una ternura inmaculada (con una fuerza más parecida a la brutalidad, en realidad, que le brotaba desde el pecho). No podía dejar de mirarla.

Y cuando no la miraba, la pensaba, la recordaba, la imaginaba. Como en un sueño, pero con los ojos bien abiertos, la evocaba. Esa sonrisa amplia que desnudaba los dientes blancos y perfectos. Esa sonrisa (que, en realidad, era apenas una mueca) que le regalaba (sin proponérselo) a cada persona que se le acercaba a hablarle. A cada persona, menos a él. Porque él nunca se le acercaba. Lo inhibía un poco esa desfachatez que a la vez lo enamoraba (desfachatez que originalmente era torpeza, inmadurez) y que la volvía tan irreverente (mal educada –o mal aprendida, dirían sus padres-).

El último día de clases, decidió acercarse. Con una excusa tonta, que ya ni recuerda, comenzó a hablarle. Ella estaba apurada y le contestó con monosílabos. Pero después se soltó y la charla se hizo más (bueno, sólo un poco) amena. Comenzaron a caminar hacia la salida y a él se le caían las horas, los días y los meses encima. Reunió todo el valor posible y con un nudo marinero en la garganta le dijo que tal vez, por ahí sea posible algún día ir a tomar algo. Ella le sonrió y sosteniendo más fuerte los libros contra su pecho, como si estuvieran por caerse, le contestó, burlona: “¿Vos te viste?”. Por un instante, él se la quedó mirando. Por primera vez, pudo ver esa mueca burlona, esa torpeza, esa brutalidad innecesaria. Y esa verruga. Esa inconfundible y asquerosa verruga.

1 comentario:

  1. Muy bueno, como siempre... quedan las ganas de seguir leyendo más y ahí se termina...

    ResponderEliminar