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miércoles, 26 de febrero de 2014

Jugar a ser

Lo de ser monja se me había ocurrido porque por aquellos años (8 o 9 míos) no sólo daban en la tele la serie “El pájaro canta hasta morir”, sino que después arrancó, made in Argentina, “La extraña dama”.

A mi tío Hugo la esquizofrenia lo había inundado de misticismo y un día nos regaló a mi hermana y a mí un crucifijo grande madera, a cada una. En realidad tenía una cadena, así que era un rosario. A mi mamá mucho no le gustó porque no estábamos bautizadas y la consigna siempre fue que ambas (mi hermana y yo) elijamos más adelante si queríamos pertenecer a alguna religión en particular o no. Con el tiempo, optamos por la opción “ninguna”. Pero ese es otro tema.


Lo cierto es que entre el pájaro, la dama y la cruz se me hizo una tara en el cerebro y empecé a jugar a que era monja. Cuando sos chico, la apariencia es lo de menos y tampoco en los ‘80 había tantos recursos ni disfraces para ser una auténtica novicia (claro, también vi La novicia rebelde por aquella época, mirá que justo), por lo que el atuendo era una manta o una sábana, el pelo tirante hacia atrás y, por supuesto, el rosario colgado del cuello.

El juego era, ahora que lo pienso, un tanto aburrido, porque no había mucho diálogo, ni siquiera con personajes imaginarios. En todas las oportunidades yo era una monja en soledad, como imaginaba que vivían las monjas. Y casi siempre estaba arrodillada (!), rezando. Rezaba el Ángel de la guarda, supongo, porque jamás me supe (ni sabré) el Padre Nuestro, el Ave María ni nada de nada. Ni siquiera leí la Biblia, mirá lo que te digo.      

Pero las películas y novelas de la época mellaron y lo particular de la monja Natalia era que se enamoraba ¡de un cura! En definitiva, lo importante era el amor, no la religión ni las creencias ni qué ocho cuartos. El amor prohibido era el tema. Una serie de desencuentros con un sacerdote imaginario inundaba mis tardes. No, no había visto “Camila”, porque no me dejaron, pero de haberla visto, el rostro del cura segurísimo hubiese sido el de Imanol Arias. Aunque Camila no era monja. Pero en “La extraña dama” ella no se enamora precisamente de un sacerdote y “En el pájaro canta hasta morir” es el cura el que se enamora. Los argumentos posibles eran tantos que yo había armado mi propia historia. Así que bien podría haber sido Ladislao Gutiérrez mi objeto de amor.

De haber sido una novela, hubiese sido un embole. No había mucho dinamismo en mi historia de monja enamorada. No caminaba mucho la cosa. Lenta. Eso era. Todo pasaba lento. Con esa cantidad de tiempo, horas que tenés cuando sos chico. Ese tiempo que a veces (muchas veces, en mi caso) te aburre, te asfixia... ironía pura te devuelven los años, después, cuando las agujas de los relojes te presionan, te persiguen.

 El final fue lo más emocionante, porque hubo beso. La palma de mi mano se llevó un largo y contenedor beso, a boca cerrada, que, esta vez sí, hubiese conmovido a más de uno. No es que yo hubiera decidido con anticipación que ese sería el final. Como suele pasar cuando sos chico, sin tanta estructura amasijada alrededor de uno mismo, empezás juegos, los dejás por la mitad o los terminás abruptamente sin planificación. Yo simplemente, al otro día del beso, empecé a jugar a otra cosa. Básicamente, porque ese era el final, por decantación. No importaba qué pasaba después del beso, el hecho era el beso en sí. La felicidad de mi monja estaba ahí, en ese beso. No importaba si la echaban del convento, si se escapaban juntos con el cura. Mucho menos importaba lo que venía después de ese escape. Te dieron un beso, te casás. Punto.

Mi versatilidad vocacional nunca estuvo más desarrollada que en esos años. Antes o después del hábito, quise ser albañila. Así, con a. Porque viste que no hay albañiles mujeres, por lo que no existe denominación para las que aspirábamos a tal oficio. Pero yo entendía que mi condición de fémina le señalaba el género a la palabra neutra, por lo que no dudé: albañila.

Cuando era chica, en mi casa había albañiles seguido, porque estábamos en plena construcción, justo detrás de la casa de mi abuela y mis tíos. Así fue que empecé a encariñarme con el oficio. La máquina mezcladora (¿tiene un nombre?) de cemento era hipnotizadora para mí. Podía quedarme horas mirando cómo daba  vueltas, como un perro cuando mira un lavarropas en marcha. Pero mi verdadera debilidad era el después: la manera en que los muchachos “untaban” la pared con esa mezcla, la alisaban de manera casi obsesiva con esa espátula, grumito por grumito, y después, tuc, mandaban el ladrillo. Arte. Eso para mí era arte. Para eso quería ser albañila. Para mezclar y después colocar ladrillos. Ah, qué trabajo tan placentero, bien enchastrada hasta las pestañas, con la piel durita por los rastros de cemento. Una mugre, que mi mamá detestaba.

El enchastre fue decisivo para lo que vendría después. El gran terreno de mi casa se convertiría, en pocos años, en el escenario perfecto para las postas (caseras) de “Jugate Conmigo”. Tierra, barro, pasto, agua, soda, piedras, todo valía para los preparados. Pero mi carencia de destreza para las postas y la supervivencia hizo que el amor por el enchastre virara en platos gastronómicos. Recuerdo uno en particular: fideos con tuco y mucho queso. Lo había logrado con mucha vegetación, barro y una mezcla exquisita de unos aerosoles que tenía mi papá en su taller (de lo que se debe estar enterando ahora mismo). Un manjar.


Vendedora de libros, verdulera, maestra (obvio) y embarazada (mamá, no; embarazada, con almohadón) fueron las variantes que vinieron después. Con mi hermana también jugábamos a tener una banda de rock (o pop o no sé) y cantábamos canciones inspiradoras (play back) del “17 Top Hits”. Como buenas rock stars, teníamos novios acordes a nuestro divismo. Pero ahí mi hermana siempre me llevaba la delantera: el hecho de ser más grande hacía que decidiera, incluso por mí, el rostro de nuestras parejas. Así es que ella estaba de novia con el líder de Europe y a mí, como premio consuelo, me tocó el guitarrista, que ni siquiera sabía quién era. Pero tenía novio, con eso bastaba.

Lo de ser periodista vino bastante después, cuando ya no jugaba (tanto) y, en cambio, desfilaba por asaltos y los primeros boliches. Terminé de decidirme a los 16, con el empuje de un profesor de Periodismo.

Ahora que soy periodista y trabajo en un diario, donde todos los días hago algo que se le asemeja bastante al periodismo pero no termina de serlo, conservo poco de aquellos viejos oficios. Los “oficios terrestres”, como decía Walsh. La madurez hizo que abandone lo platónico de los amores prohibidos e innecesarios y que evite enchastrarme, por ejemplo. Pero los libros no los abandoné y tampoco la docencia que, más allá de haberla ejercido, a veces me pongo en Ciruela insoportable y explico como si quien estuviera adelante fuera un alumno. Vicios que me quedaron. También sigo cantando, tarareando y, aunque no soy una rock star (ni quiero serlo) alguna vez agarro un fibrón y lo convierto en micrófono. Y me río mucho al verme hacerlo, porque vuelvo a ser una niña que transforma cualquier objeto en lo que quiere... así de fácil era antes. Magia.

Hace un tiempo, adelantándome brúscamente porque sólo tiene 4 años,  le pregunté a mi sobrina qué quería ser cuando sea grande, y ella dijo “periodista”. Por supuesto le pregunté como quién, segura de la respuesta, y no me defraudó: “Como la tía Naty”. Durante un tiempo se lo hacía repetir en reuniones y hasta delante de mi hermana, su mamá, para desplegar mi orgullo y la envidia de los demás.

Pero un día Mara tardó en responder y se quedó pensando. Y después de un silencio acompañado por un revoleo de párpados, respondió: “surfista”. Le gusta mucho el mar, sí. Y las olas.

Ahora hace mucho que no se lo pregunto, pero si hago la prueba estimo que la respuesta puede ir desde “Violetta” hasta “peluquera”. Y está bien. Que sea lo que quiera. Ahora es el momento de ser una o todas esas cosas juntas. De explorar, disfrazarse, aburrirse, cambiar, correr, dibujar... nadie, ni siquiera ella, puede saberlo.

Con los años lo tendrá más claro y será feliz, espero, con su vocación. O con su oficio. O con lo que sea. Qué sé yo. Después de todo, ni un rosario, ni una banda, ni una librería, ni una cocina y ni siquiera el periodismo te da la satisfacción de la certeza más absoluta que puedas encontrar. Esa que un día se te revela y te convence de que, hagas lo que hagas, en el lugar que sea, no tenés que dejar de ser vos. Lo demás... lo demás va y viene.           

5 comentarios:

  1. Uf! cuántos recuerdos! Y otros de los que no sabía o no me acordaba! ja! Un lindo recorrido por momentos, etapas, sensaciones y hasta revelaciones para llegar a esos locos ( no por locos en sí, sino por fuertes... ) deseos de dejar huellas en las proximas generaciones... Hermoso, me encantó! Vivi

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  2. Me encantó! Es una columna cargada de evocaciones de la infancia por demás hermosas y de identificación constante con mi propia niñez. Y lo más lindo que es inspiradora para aquellos adolescentes y no tanto que se encuentran en la búsqueda de una orientación vocacional! Lindos matices de una pluma fantástica! Saludos!

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  3. Gracias por los bellos comentarios. Dan ánimos para seguir escribiendo.

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  4. Hermoso Natu! Me hiciste reir, "una mugre, que mi mama detestaba" con eso estalle. Jajajjaja, muy lindo. Nati Strada

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  5. Lo peor es que es cierto... ;) Besos y gracias.

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