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lunes, 6 de junio de 2011

Roberto Arlt: un gigante rabioso

(Publicada en el número de mayo de revista El cruce).-  Recordado como uno de los escritores argentinos más transgresores del siglo XX, el autor de novelas como “Los siete locos” y “Los lanzallamas”, supo ser también un periodista crítico de su época en sus inolvidables aguafuertes, un sagaz dramaturgo y un frustrado inventor, oficio que, sin embargo, bien supo aprovechar en su prolífera obra literaria. 
Caminar por los senderos intelectuales tradicionales, no pudo. Atarse a la regla de la corrección que imponía el canon literario de la época, viable sólo para selectos círculos, no quiso. Plasmar la realidad social de su época como era “conveniente” a la clase inaccesible para el pueblo, y desde la obsecuencia que el periodismo actual suele condensar en quienes lo practican, le hubiese resultado impracticable. Y todo, por la misma causa: su tamaño. El físico, que le vino en gracia; y el moral, sin dudas cultivado por su potente alma. Hoy, a casi 70 años de su muerte, podría hablarse de Tamaño mitológico, parafraseando a Jorge Luis Borges, aunque quizá este último autor, por razones obvias, no estuviese de acuerdo con atribuirle tal cualidad.
   Roberto Arlt hablaba el mismo idioma que hablaban quienes lo leían. Su mirada crítica hacia la sociedad lo transformó en un portavoz de su clase. Por eso, su escritura clara, sencilla, sin vueltas. Por eso, como periodista, escritor o dramaturgo, no necesitó más que vivir en su época… y contarlo.
Nació en Buenos Aires, apenas estrenado el siglo XX, el 26 de abril de 1900. Hijo de inmigrantes, durante su juventud la necesidad lo llevó a desempeñarse en las más diversas ocupaciones: fue pintor, ayudante en una librería, aprendiz de hojalatero, peón en una fábrica de ladrillos y estudiante fracasado de la Escuela de Mecánica de la Armada, entre otras.
Arlt decidió abandonar su casa paterna a los 16 años y por eso se dice que las mayores enseñanzas las aprendió del barrio porteño de Flores, cuyas calles supo recorrer bastante más que las aulas.    
    La pobreza que rodeó su infancia y primera juventud lo convirtió en un hombre sumamente ambicioso que soñó muchas veces con hacerse millonario, como resultado del éxito que –esperaba- tendría alguno de sus inventos. Su frustrada y –por qué no- mágica vocación sería, acaso, el recurso que utilizaría en sus historias de ficción, tomándose justa revancha de sus constantes fracasos como inventor.

Entre Florida y Boedo

La primera parte del siglo XX estuvo signada en la Argentina no sólo por la llegada masiva de inmigrantes que huían de la Primera Guerra Mundial y por la posterior Década Infame, sino por la proliferación de una vanguardia literaria con referentes de la talla de Borges, Leopoldo Marechal, Oliverio Girondo, Raúl González Tuñón y Leónidas Barletta, entre otros.
    Las diferencias ideológicas entre los distintos escritores desembocaron en el surgimiento de dos grupos literarios que se autoproclamaban antagónicos. Así, estaban los de Florida (vinculados a las elites económicas y concentrados en analizar las formas artísticas y cuestionar la métrica y la rima de la poesía), y los de Boedo (mayoritariamente de inclinación izquierdista, les interesaban los contenidos sociales y políticos). Los primeros solían reunirse en el centro de Buenos Aires, mientras que los segundos lo hacían en los suburbios.
    Hijo nada casual de aquella época, Arlt solía coquetear entre uno y otro grupo, resistiéndose al estilo correctamente gramatical y europeo de los de Florida, pero sin declarar su pertenencia a Boedo (tal vez para fastidiar con su sola presencia a los primeros).
    “Se dice de mi que escribo mal. Es posible. De cualquier manera, no tendría dificultad en citar a numerosa gente que escribe bien y a quienes únicamente leen correctos miembros de su familia”, solía mofarse de sus más fervientes críticos, y detallaba, allá por 1931: “Para hacer estilo  son necesarias comodidades, rentas, vida holgada”, carencias que asumía propias y que marcaron a fuego no sólo su vida, sino la totalidad de su obra.

Una personalidad hecha tinta

"Cuando se tiene algo que decir, se escribe en cualquier parte. Sobre una bobina de papel o en un cuarto infernal. Dios o el Diablo están junto a uno dictándole inefables palabras". El fragmento pertenece al prólogo de “Los Lanzallamas” (1931), su tercera novela, que le da cierre a la anterior “Los siete locos” (1929). Pero el principio de su lúcida carrera como escritor comenzaría tres años antes, con la publicación de “El juguete rabioso”. Con su primera novela, Arlt iniciaría una narrativa diferente, dura y perfectamente empotrada en el contexto socio económico de la época, que incluiría, además, cuentos y obras teatrales.
Así, Arlt se aprovechó de la ficción y contó historias que podrían haber sido reales, creó personajes cotidianos y los tiñó de la época. Habló de amas de casa y prostitutas, de ladrones y científicos, de marginados y fracasados. Algunos de ellos, inclusive, comparten características del propio Arlt y, así, escritor y personaje se fundían, se igualaban. Arlt jugó a ser Erdosain (protagonista de Los siete locos y Los Lanzallamas), con sus inventos superadores, y Erdosain jugaba a ser Arlt, con sus angustias y sus conflictos existenciales.
En sus aguafuertes, en cambio, el escritor jugaba a ser él mismo. Era el observador de una realidad emergente. Y la contaba, la describía y la criticaba. Allí estaba el Arlt periodista. Allí estaba el compromiso. Y también allí estaba la complicidad con sus lectores y la identificación con aquella clase media hija de inmigrantes, como él. Entre 1928 y 1933, estas “columnas” que Arlt publicaba semanalmente en el diario El mundo constituyeron un fiel reflejo del contexto socio histórico de aquella época. Un contexto que lo empujó, casi compulsivamente, a escribir y a publicar, en su brevísima vida, cinco novelas y cerca de 30 cuentos.
También supo escribir para las tablas, y sus obras, con 50 años encima,  continúan convocando público. “300 millones” y “Saverio el cruel”, son algunas de sus historias pensadas en formato teatral.

La mirada oblicua

Con hipocresía, cinismo y crudeza, pero también con ternura, coraje y lucidez, el multifacético e inquieto Arlt fue implacable en su afán de mirar y hacer ver.
    La enormidad de su talento para contar su tiempo era acorde a su físico. Una anécdota del escritor Ricardo Piglia detalla que en el velorio de Arlt, al féretro tuvieron que sacarlo por una ventana, colgado en el aire y con sogas, porque el autor de Los siete locos era demasiado grande para llevarlo por un pasillo. "Ese féretro suspendido sobre Buenos Aires es una buena imagen del lugar de Arlt en la literatura argentina", dice Piglia.
    Roberto Arlt murió el 26 de julio de 1942, a los 42 años. En el mágico universo literario, su presencia en aquel velorio hubiese sido una buena historia, acaso imposible (porque, claro, los muertos no escriben), contada por el propio Arlt. Viajando a su destino final, bamboleándose cabeza abajo dentro de un cajón oscuro, por los cielos porteños, pero pluma en mano, Arlt estaría describiendo una realidad desde aquella mirada oblicua. Esa mirada debeladora de otra realidad sobre lo póstumo, diferente a esa que nos tiene acostumbrados la costumbre y que tanto difiere de la narrativa arltiana. 

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