Miedos, amores, amigos, rencores, heridas, caricias, espejos, charlas, misterios, matices, mates, cigarrillos, fresias, chocolates, cuerdas flojas, histeria, mil lágrimas, sonrisas, esperas, teléfonos, arrepentimientos, gritos, fiesta, daiquiris, suspiros, sorpresas, mails, espacio, incertidumbre, límites, angustia, placer, egoísmo, soberbia, impotencia, Benedetti, salidas, experiencias, éxitos, fracasos, Cortázar, Galeano, música, melodías, cerveza, café, castigos, libertad, soledad, reconocimientos, lunas y soles, los domingos de siempre, mentiras, sueños, finales, pesadillas, cambios, Arlt, despertadores, consejos, traiciones, carcajadas, desilusiones, esperanzas, caminos, opuestos, miradas, Cien años de soledad, costumbre, tormentas, abrazos, dolores, nacimientos, rupturas, abismos, puertas, candados, almuerzos, proyectos, viajes, silencios, mensajes, olvidos, carencias, paciencia, calma, sombras, peleas, manos, esfuerzo, todo y nada. Más y menos. Menos de lo mismo.

miércoles, 16 de marzo de 2011

Del talento insoslayable

(Publicado en La Tercera, el 16/03/11)
La inmensidad de los sonidos de Plaza Constitución suele ser ajena a mí. No podría describir una sola de aquellas resonancias. No es que no las recuerde, sino que, por elección, no las escucho. Para algo se inventaron los pequeños reproductores de mp3 y sus salvadores auriculares. Por supuesto que hay excepciones. Usted tendrá presente a la muchacha que vende flores, a la salida de la estación de Monte Grande. Un grito agudo, perfectamente perturbador sobrepasa cualquier sonido de auricular. “Dos pesos el ramo”, dice, con cierto tomo amenazador, mientras uno sube los escalones que lo alejan de las vías, las boleterías y los vendedores ambulantes, y se prepara para cruzar la calle que (hace poco me enteré) se llama Luis Guillón. Lo fatal radica en que es imposible esquivarla.
    Pero volvamos a Constitución. Donde puedo percibir (aún sin escucharlos) que los sonidos son perfectamente aglutinadores, avasallantes, absolutos. Porque se mezclan. Al observar de un pantallazo la estación, la gente que va y viene, las largas filas en las boleterías, los piqueteros con sus enormes banderas y bombos, los canillitas, los vendedores ambulantes… puedo, por memoria auditiva, tal vez, imaginar qué clase de orquesta bizarra es la conjunción de todo ese abrumador mix de resonancias malditas.
    La semana pasada, sin embargo, mientras me aproximaba a la boletería para comprar mi vuelta al conurbano, me saqué uno de los auriculares del mp3 (por si al boletero se le ocurría esgrimir algún sonido, además de contar las monedas y darme el boleto) y una melodía extraña, ajena e incongruente, tal vez, con el paisaje habitual, me sorprendió gratamente. Un violín. Un bandoneón. Y alguna que otra guitarra por ahí. Tango. Malena, si el oído no me falló. No tengo las aptitudes de un crítico de música, me dejo llevar, simplemente, por la subjetividad del gusto, pero, caramba, qué bien sonaba aquello.
    Me quedé un rato (sólo un rato, porque se me hacía tarde) escuchándolos, disfrutándolos, saboreando cada acorde de ese talento que se desplegaba en el piso roñoso de la estación. Después me fui, camino a la escalera mecánica, no sin antes dejarles una suma simbólica (sumamente simbólica, si, después me arrepentí de mi propia mezquindad).
    En el tren fui afortunada y conseguí asiento, que tuve que abandonar 5 estaciones después (cuando todavía faltaban 6 para llegar a destino), porque nadie más se percató de que había subido a ese vagón una chica con una panza inmensamente redonda y rozagante.
    Mientras me sostenía del respaldo de algún asiento y escuchaba a Piazzola en mi mp3, recordé aquella interpretación de Malena. Me permito aclararles a los viejos tangueros que sé que nada tiene que ver Astor con Homero Manzi. Por supuesto que lo sé. El estilo es distinto, claro, pero no el género. Así que por eso la inmediata relación de uno con otro, sabrán entender. Intenté recordar sus caras y no pude. Porque tampoco las había visto, claro. Me había concentrado en su arte. En su magnífico talento. Y pensé, entonces, qué poca suerte tienen algunos. Qué ingrata sociedad mediática para el talento.
    Ayer escuché que a los pibes que salen de la casa de Gran Hermano les pagan mil pesos por ir una noche a hacer presencia en un boliche. Y me pregunto que otro talento tendrán, además de autonominarse y hacer trampa al pool. Y me sentí mezquina, mucho más mezquina que la semana pasada, por dejarles dos pesos a los chicos de Constitución, como pago por su incalculable prodigio.         
   

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