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miércoles, 23 de febrero de 2011

La nena

      
(Publicado en La Tercera, el 23/02/11)

El pilón de revistas, algo desordenado, esperaba desde la esquina puntiaguda del banco de madera. Esa esquina que no podía servir para otra cosa que para apilar revistas, porque para sentarse era incómoda. Más incómoda, incluso, que los extremos del banco, firmes, lisos y duros, bien duros. Pero prolijos, limpios y barnizados.  
    La revista más nueva era de marzo de 2009, así que a otra cosa.
    Las paredes estaban cubiertas por cuadros, cuadritos y cuadrotes. Todos ellos dejaban ver que quien, en minutos más, iba a recibirme, era un profesional altamente calificado, graduado de la Universidad de Buenos Aires y con cientos de cursos hechos y participaciones en talleres y seminarios, así como de reconocimientos en varias instituciones. Fijé mi vista, no sin cierta desconfianza, en uno de los certificados: “El Colegio Militar de Buenos Aires…”, comenzaba la frase de no más de cinco líneas. Me paré y me acerqué para leer la totalidad de lo escrito. Nada para cerciorar mi desconfianza, aunque venga de militares. Me volví a sentar.
    Desde un parlante, a lo alto de la sala de espera, sonaba, para mi profundo pesar, Shakira. Lo más nuevo de Shakira que, para mi humilde y básica interpretación de la música, es de lo peor de la colombiana.
    Más arriba, bastante más arriba, el ventilador de techo aminoraba un poco la inentendible pronunciación de Shakira y el calor que, después de haber caminado 6 cuadras desde mi casa hasta Boulevard Buenos Aires y otras 4 por esa avenida hasta el consultorio, se había apropiado de mi.
    Por debajo de la puerta corrediza donde yo imaginaba –y después pude comprobar- estaba el consultorio, podía ver unas sombras que se acercaban y alejaban. O, al menos, eso parecía. Y cada vez que se acercaban, creía que la puerta iba a abrirse y me invitarían a pasar.    Antes de que llegara mi turno, amagué a sacar de mi cartera el Bar del Infierno, de Dolina, para amenizar la espera, pero me arrepentí. Preferí seguir observando el juego de sombras por debajo de aquella puerta. Intenté, además, descifrar lo que decían las voces –masculinas- que desde allí provenían. Ahora que lo pienso, tal vez tenía la intención de adivinar qué estaba pasando allí, qué atrocidad le estaban haciendo a mi antecesor.
    La puerta se abrió y un brillante halo de luz vino directo a mi cara, lo que me hizo arrugar la frente y achicar los ojos, casi instintivamente, no sin dejar de mirar a quienes se asomaban. Uno de los dos dijo buenas tardes y bajó las escaleras que estaban a mi izquierda. El otro, más simpático, con un ambo celestito y anteojos, me invitó a pasar. Me saludó con un beso en la mejilla, ante mi amague de darle un apretón de manos, y eso me soltó un poco.   
    “Estás pálida”, me dijo. Suelo ser pálida unos 300 días al año. Pero como volví de Mar del Plata hace poco, después de estar 15 días al sol, me creía menos blanca que otras veces. Me equivoqué. O tal vez olvidé que el rol de paciente en un consultorio odontológico me baja unos tonos el color de piel. Como respuesta a su afirmación, sólo sonreí con el resto de nervios que me quedaba, después del beso en la mejilla.
    Me invitó a sentarme en la camilla o esa especie de reposera acolchonada que tienen los dentistas. “¿Qué te anda pasando?”, me preguntó, mientras servía un vasito mínimo de agua y lo apoyaba en uno de los brazos que salían del enorme sillón o como sea que se llame. “Me duele acá”, le dije, señalándome una de mis muelas superiores, con el mismo gesto y tono de voz de una nena de 8 años.
    El resto fue lo que usted se imaginará: abrí la boca, ajá, acá tenés una carie, ahora cerrá, ahora abrí, seguí con el ibuprofeno, vamos a hacer una placa… y una breve explicación de cómo sería el tratamiento. No sé cuál habrá sido mi cara a lo largo de su exposición, pero seguiría tan pálida –o más- como cuando entré, porque agregó unas palabras tranquilizadoras para darle una cuota de sencillez a la cosa y hasta me dio una palmadita en el hombro.
    Me dio un turno para la semana próxima, como para que no pueda escapar. Así que me resigné a hacerle caso. Después de todo, los médicos son como los padres de uno: te aconsejan cosas que recién valorás cuando pasan los años.
    Me volví caminando por Boulevard Buenos Aires. Subí las escaleras y me encontré con una boleta de Edesur que mis vecinos me habían pasado por debajo de la puerta. La dejé arriba de la mesa, junto con la de Ingresos Brutos. Prendí la computadora y me puse a laburar en una nota que tengo que entregar esta semana. Ya tenía puesto el disfraz de adulta, otra vez, y no había manera de sacármelo. Recién lo dejaría en el perchero el próximo lunes, cuando se abra la puerta corrediza y, desde el halo brillante de luz, me reciba mi amigable doctor.       

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