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miércoles, 8 de diciembre de 2010

¿A dónde iremos a parar?

Publicado en "La tercera", el 8/12/10
El señor de camisa a cuadros y pantalones pinzados claritos me hizo una seña para que me sentara en un asiento que yo no había llegado a ver porque, a esa hora, en el tren y con destino a Constitución, no esperaba encontrar lugar. Así que agradecí y me acomodé a su lado, ante las miradas envidiosas de más de uno. Porque, si, la envidia existe. Y a veces es tan pobretona que aflora en situaciones en las que lo único que usted puede envidiarle al otro es la comodidad momentánea.
    Ni bien me senté, casi por inercia, saqué de mi morral el celular y miré la hora. Hace ya un tiempo que abandoné los relojes y, en una actitud pro tecnología, utilizo el teléfono celular como reloj móvil.
   Por el rabillo del ojo alcancé a ver que el señor de camisa a cuadros y pantalones pinzados claritos me estaba hablando. Me saqué el auricular del oído derecho y esbozé un: “¿Cómo?”. “Si cuesta muy caro hablar por teléfono”, me preguntó. Le contesté que dependía del plan contratado, que yo tengo uno de 70 pesos y que, por lo general, me dura todo el mes. Como si hubiera encontrado un hilo conductor y lógico para llevar la conversación hacia donde él quería, el señor me disparó, entre risas que buscaban una complicidad (mi complicidad): “Seguro deben llamarte muchos novios a vos”. “No crea”, le dije con una hermosa sonrisa y atiné a volver a colocarme el auricular, cuando escuché: “Yo tengo una hija que debe tener más o menos tu edad…” (por las dudas, no quise saber cuál era la edad que el señor había calculado que tengo). 
    A partir de esas palabras y de la relación que mi compañero de viaje encontró entre su hija y yo, entendí que debía quitarme ambos auriculares y escuchar qué tenía para contarme al respecto.
   Parece que su hija, de 28 años (no le erró tanto con la edad, afortunadamente), es adoptada. Y que siempre sale con sus amigas. Algo que no sería extraño si no fuera por un detalle esclarecedor (para el señor de camisa a cuadros, no para mí, claro está): la chica en cuestión jamás llevó un novio a su casa. “Siempre con sus amigas”, se quejaba el señor. “Bueno… es joven, tal vez no tiene ganas de ponerse en serio con un hombre, todavía”, dije, en defensa de nuestra libertina generación.
   Pero había algo más que le preocupaba al señor de pantalones pinzados y claritos, mientras alternaba su mirada entre los carteles de las estaciones que íbamos dejando atrás y mis amplios lentes de sol. “Mirá, no sé…”, dijo con un tono parecido a la desesperación que supone una sospecha. Por supuesto que vi venir el comentario retrógrado y cuasi fascista, pero no pude hacer nada más que seguir escuchando. Y lo vomitó, nomás, con la impunidad que la gente grande cree tener, por el sólo hecho de ser grande: “Con tantos gays dando vueltas… lo único que espero es que ella no sea… ¿cómo se dice?”. “Lesbiana”, le dije. Y algunos transeúntes me miraron, ahora interesados en nuestra conversación. “Eso, eso”, me dijo el señor, ahora parecido al Chavo del 8.
   Lo que siguió fue una suerte de descarga sobre la pobre suerte de su hija, porque qué desgracia si, encima de adoptada, era lesbiana. Mi incredulidad aumentaba con la seguidilla de comentarios… y recién estábamos en Escalada. En un momento, tuve que sacarme los lentes de sol (que son enormes y me tapan gran parte de la cara) para que el señor de camisa a cuadros vislumbre mis gestos, que suelen ser expresivos hasta extremos impensados. “Mire, si ella es feliz, usted tiene que estar tranquilo, eso es lo importante”, le dije, con la intención de dar por terminada la conversación. “Lo que pasa es que las mujeres se hicieron para procrear, sino, es todo un desastre, si andan mujeres con mujeres, hombres con hombres… ¿adónde vamos a ir a parar?”.  No pude hacer más que reírme en su propia cara y lanzarle un: “¿Si? ¿Para eso sólo estamos las mujeres?”. “¿Esta es Avellaneda?”, me dijo, obviando mi pregunta. Era Avellaneda.
   El señor de camisa a cuadros y pantalones pinzados y claritos se levantó de su asiento y me dijo: “Un gusto, querida”. “Gracias”, le dije, mientras me colocaba otra vez los auriculares. Sonaba U2 en mis oídos y las últimas palabras de aquel hombre en mi mente: “¿Adónde vamos a ir a parar?”, se había preguntado. Quién puede saberlo. “Mientras sea a un lugar divertido, con buena gente  y donde experimentemos, de a ratos, algo parecido a la felicidad, ¿qué importa?”, pensé, mientras me bajaba del Roca. Y, enseguida, agregué un ítem en la columna imaginaria de cómo NO tenía que ser ese lugar: definitivamente, adonde sea que vayamos a parar, espero no encontrarme con algo parecido a la estación Constitución. Todo lo demás, será bienvenido.               

2 comentarios:

  1. Me siento tan identificada por la situación y si muchas veces tuve que dejar de leer o escuchar mis clases grabadas, para no ser grosera y escuchar, es que ellos, solo quieren decir lo dicho, no dialogar. Pero ahí me vi a mi misma asintiendo tantas incoherencias!!! Pero por qué??? si yo no estaba molestando a nadie..de esos viajes por el Roca miles de historias tengo.
    Por lo que respecta a periodismo compartimos aulas, salvo que ahora después de conseguir la licenciatura, me dije porque no estudiar letras..y en eso estoy, luchando, viviendo.. siempre que puedo "te leo" y me gusta lo que leo!!!. Mucha suerte, besotes Nati!!

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