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miércoles, 1 de diciembre de 2010

Bien, gracias.

Publicado en La Tercera, el 1/12/10

A veces por costumbre, otras por tonta cortesía y algunas otras por inercia (que es aún peor que la simple costumbre) usted habrá notado que uno siempre acompaña el “Hola” con una pregunta que apunta al estado de ánimo general de su interlocutor. A saber: “¿Cómo estás?”, “¿Cómo te va?”, “¿Qué tal?” y/o alguna otra variante equívoca como el clásico “¿Qué hacés?”. Y digo equívoca, porque, por lo general, uno no intenta curiosear sobre qué acción está llevando a cabo ese otro, sino que esta frase se vuelve torpemente sinónimo de las anteriores. 
   Cuando el saludo es fugaz y casi al pasar, la gran mayoría de las veces, la respuesta es: “Bien. ¿Y vos?”. Uno responde “Bien, todo bien” y allí se da por finalizada la conversación. Ambos saludadores se alegran de que el otro esté bien y cada uno a sus cosas.
   ¿Qué pasaría si, ante la inocente pregunta que acompaña de manera cuasi simbiótica al “hola”, uno recibiera por respuesta: “mal”? Porque, seamos sinceros: ¿Cuántas de las veces que usted contestó “bien” se encontraba realmente bien? Y, además: ¿Cuántas de las veces que le contestaron a usted “bien” se quedó con la sensación de que el otro no estaba tan bien? Y escarbando un poco más en su intimidad, me animo a preguntarle: ¿Cuántas de esas veces prefirió no repreguntar y quedarse con ese “bien” mentiroso?
   Cuando el diálogo es por teléfono, por chat o por mensaje de texto, uno (si quiere) la puede pilotear. Varias veces he agregado un signo de admiración o dos (y tres también) para despreocupar al otro y darle más énfasis a lo espléndida que estoy. Sin embargo, con quienes tiene más confianza o tal vez un vínculo más estrecho, uno suele sincerarse y, si bien no sale la honestidad absoluta del “mal”, puede llegar a esbozar un “acá andamos”. El “acá andamos” sería algo así como “ni bien ni mal”. Al menos ese es el código que, reconozco, suelo manejar con mis afectos. Seguido del “acá andamos” (si el interlocutor es un amigo/pareja/familiar querido), siempre viene el “¿Qué te pasó?” o algo por el estilo.
   La hipocresía uno suele desarrollarla con otro tipo de gente. No diría con gente menos querida, porque suena espantoso (aunque sea cierto), pero sí podría decir con gente con un vínculo menor o casi nulo. Y uno no lo hace de mal tipo, por supuesto. Uno es hipócrita de puro apurado, costumbrista o porque no tiene ganas de contarle a cada persona conocida con la que se cruza el detalle de su vida personal. Entonces, despliega la hermosa farsa del “bien” y todos contentos.
   Durante varios años trabajé en la oficina de prensa de un municipio del conurbano y recuerdo a un efímero compañero que todos los días respondía con un “Joya”.
 -¿Cómo andás?
 - Joya
 -¿Cómo te fue?
 -Joya
 -¿La familia?
 -Joya
   Nuestra eximia originalidad hizo que lo apodemos “Joya” y no sé si alguno hoy podría decirme el nombre real de este muchacho, quien trabajó pocos meses en aquella oficina y jamás supe ni por qué dejó de hacerlo, ni qué fue de su vida. Imagino, claro, que le irá todo joya. 
   Hace poco me sorprendí con una película no muy promocionada (“La invención de la mentira”), ambientada en un estado donde no existía la mentira. La gente no sabía lo que era mentir, por lo que no había lugar para el “bien”, si uno no estaba realmente bien. Incluso, si la respuesta era “mal” y a su interlocutor no le interesaba, simplemente se lo hacía saber con un: “No me interesa en lo más mínimo el motivo de tu malestar”. En aquel estado no existía, por ende, la hipocresía.
   La hipocresía existe y, aunque inocente, es en estos casos cuando nos hace ser menos auténticos, menos puros, menos nosotros. Y no se trata de interesarse o preocuparse por la vida de las cientos de personas que nos cruzamos por día. Se trata de andar por la vida sin la careta feliz de que todo está bien y hacerse un poco cargo de lo que nos pasa. Y, alguna vez, pensar que al otro también puede estar pasándole algo. Para averiguarlo, nada mejor que, en el medio del apuro, mirarlo a los ojos. Suele ser un método infalible para llegar al alma o lo que sea que tengamos dentro de tanto hueso y carne. Es al único lugar que, aunque lo intente, no puede llegar un falso disfraz.  

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