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miércoles, 20 de octubre de 2010

Cinco minutos de fama

  (Publicada en La Tercera, el 20/10/10)
  Ya lo decía William Shakespeare, hace unos 5 siglos atrás, en la voz de su trágico e inmortal Hamlet: Ser o no ser. 
   La breve pero, a su vez, literaria y académica introducción viene a cuento de que días atrás me topé con una situación que me hizo reflexionar sobre este concepto del Ser. Y de cómo las sociedades, las épocas y hasta los medios de comunicación lo van mutando.
   Situación: Presentación de un libro sobre la historia de Lomas de Zamora. Lugar: Escuela primaria en San José, Temperley. Contexto general: Unos 20 niños de entre 10 y 12 años simulando que escuchan. Otros 50, despreocupados y sin ganas de simular, siquiera.  
   Fin de la actividad. Se sortean libros, por lo que los ganadores pasan al frente, reciben el premio e, inmediatamente, le piden al autor que se los firme. Quienes se quedaron con las manos vacías, para no ser menos, arrancan una hoja de sus cuadernos y buscan su autógrafo.
   Usted recordará (por sus hijos, nietos o por usted mismo) el clima que supone en un patio cubierto, salón de actos o como le llamen ahora, una actividad extracurricular de estas características. Por lo que, de más está decir que el griterío, las corridas y el fallido intento de las maestras por poner orden conformaban el paisaje paradisíaco en el que me vi atrapada y del que era parte, aún sin serlo. Digamos que estaba allí como narrador testigo (para continuar con la línea literaria introductoria). Que el narrador pase de ser testigo a protagonista suele ser un recurso literario que, bien utilizado, despierta el interés del lector y lo hace involucrarse aún más en el texto. Julio Cortázar sabía algo de eso. Pero, en este caso, en mi caso, pasar a ser protagonista por un rato (aquello de los “5 minutos de fama”) no estuvo tan bueno.
   Con hoja rallada y lápiz negro en mano y ante la mirada atenta de tres compañeritos, un chiquito se me acercó y con voz tímida pero segura, me dijo: “¿Me firmás un autógrafo, aunque no sos nada?”. Primero, la caricia y, casi inmediatamente después, la cachetada. Claro, por supuesto que no soy nada. Para ese chiquito no soy nada. O lo que es más desolador, aún, para el resto de la sociedad no soy nada. ¿Por qué habría de serlo? ¿Acaso escribí un libro, planté un árbol, tuve un hijo? No. ¿Salgo en la tele? Menos. Entonces, no soy nada.
   Es curioso como el ser alguien se ha ido modificando a lo largo del tiempo. Usted recordará la clásica frase “Mi hijo el doctor”. Antes, los padres que habían trabajado toda su vida y no habían tenido la posibilidad de estudiar una carrera universitaria, fantaseaban con que sus hijos sí lo hicieran y las profesiones “socialmente aceptadas” y que daban cierto nivel, digamos, eran pocas: había que ser médico (qué nivel, hoy, un médico en un hospital municipal o provincial, sin gasas ni sueldo digno), ingeniero o abogado. Con el advenimiento de la tele a los hogares y, bastante más adelante, con la masividad de los medios de comunicación, para ser alguien había que tener algún talento especial, lo que permitía ser una cara “conocida” y reproducida en millones de hogares. Después, con ser una cara bonita (y estar en la tele, claro), alcanzaba. Hoy, con heredar una fábrica de chocolates al estilo Willy Wonka (pero muy por debajo de la excéntrica y divertida personalidad del increíble chocolatero que interpretaba Johnny Deep en la película del genial Tim Burton), es más que suficiente.
   Los tiempos cambiaron, es cierto. Y los niños, con su más fresca inocencia y despojo nos lo demuestran día a día. Me quedo con la nostalgia de esa ingenuidad infantil que siento haber perdido hace mucho. Y con el tonto consuelo de que, aún sin ser nadie, me pidieron un autógrafo.

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